Sergio RECARTE
Cuando Domingo embarcó en el muelle de Pasajes el año 1841 entraba a su fin. Tenía tan solo doce años y el pleno convencimiento de que iba hacia el fin del mundo, y que lo hacía con la angustia de saberse vulnerable a todos los males que de ahí en más podía sucederle. Desde hacía unos meses su mente se había tornado tan frágil como esa misma nave que se disponía a partir hacia ese ancho mar que se veía embravecido más allá de la bocana del puerto. Porque en verdad, su drama había comenzado cuando tuvo la mala fortuna de presenciar el fusilamiento del general Manuel Montes de Oca. A partir de ahí algo en su interior se había apagado para siempre.
La ejecución, el crimen en definitiva, había ocurrido en el paseo de la Florida de la capital alavesa por orden del general esparterista Martín Zurbano, una madrugada de otoño de 1841. El trágico suceso tuvo como testigos a algunos adormilados vecinos que vieron cómo, por la impericia del pelotón de fusilamiento, el sangriento espectáculo había terminado en algo verdaderamente inhumano y escabroso. Y donde quedó demostrado en iguales proporciones, la crueldad de esa guerra como el alto valor y dignidad del propio reo.
Manuel Montes de Oca fue fusilado en la capital alavesa el 20 de octubre de 1841.
La muerte del general carlista, al cual su familia guardaba gran respeto, llevó al convencimiento a Andrés Martínez de Ordoñana y Díaz de Lecea, padre de Domingo, que no sería mala idea que su hijo abandonara el País Vasco sangrado por años de guerra entre dos bandos irreconciliables. Las condiciones económicas de la familia, toda ella, carlista y defensora de los fueros, no tardó en agravarse a causa del revanchismo de los vencedores liberales. Además, por entonces, estaban en circulación las noticias impulsadas por el francés Adolfo Gustavo Bellemare, anunciando a bombo y platillo que en el lejano Río de la Plata, en una de sus orillas, existía un país de paz y bienestar llamado Uruguay donde se necesitaba gente joven y emprendedora para los más diversos trabajos y con una tierra fértil y abundante.
De este modo, se encontró un día el joven despidiéndose de sus padres y de cuatro hermanos encomendándose a las gestiones de Larrañaga Echeverria, un guipuzcoano con estrechas relaciones de amistad con parientes de su madre, Juana Francisca Iparraguirre. Echeverría que en su función de agente marítimo se encargó de costearle el pasaje con la condición que fuera abonado en el futuro. Y no solo eso, también le facilitó a Domingo una carta recomendándolo a Juan Antonio Porrua, rico hacendado residente en Uruguay que había hecho fortuna en la industria de la salazón de carne. Este hombre, de origen asturiano, era un ferviente partidario del arribo de vascos a las costas del Río de la Plata en consonancia con el gobierno del presidente oriental Fructuoso Rivera quien había implementado una serie de políticas para fomentar la inmigración.
Pero si se imaginó Domingo Martínez Ordoñana que al dejar atrás el terruño iba a librare de las torturantes secuelas de la guerra que le martirizaban el alma, estuvo, en verdad, muy equivocado. No bien desembarcó en Montevideo no tardó en darse cuenta de que la campaña de Bellemare, que en realidad trabajaba para la firma comercial inglesa Samuel Fischer Lafone con sólidos intereses en Uruguay, estaba basada en gran medida en engaños y falsas promesas. El jovenzuelo alavés pronto se vio envuelto en el conflicto armado entre colorados y blancos que asolaba aquel país y que no era más que una prolongación de aquella librada con ferocidad entre federales y unitarios en la otra orilla del Río de la Plata. Aunque si bien rápidamente intentó escalar posiciones dentro de la sociedad uruguaya de la mano de su protector Juan Antonio Porrua, no tardó Domingo en ser enrolado en el ejército de Fructuoso Rivera como soldado auxiliar y en la tarea de la defensa de la ciudad sitiada por el ejército de Manuel Oribe.
Así que sin proponérselo pasó a ser protagonista de lo que después la historia llamó “La Guerra Grande” por sus largos doce años de duración. Y en esos avatares, tomó la decisión de pasarse de bando y alistarse en el batallón “Voluntarios de Oribe” cuerpo creado en un establecimiento rural de nombre Oribe Berri, propiedad del general Manuel Oribe, que de este modo hacía exaltación de su pasado vasco con familiares provenientes de Ayala, en las cercanías de la localidad alavesa de Amurrio. Batallón al mando del santurzano Ramón Bernardo Artagaveytia conformado en su mayoría por vascos peninsulares, muchos de ellos carlistas que habían preferido tomar distancia de su patria tras la controversial firma del fin de la guerra en las campas de Vergara.
El general Manuel Oribe.
En esas lides, Domingo tuvo la desgracia de ser herido durante el asedio a Montevideo, que le costó una prolongada estadía en un hospital de campaña y donde adquirió una notable formación teórica y práctica al colaborar en la asistencia de los heridos y enfermos. Experiencia que lo condujo a seguir los pasos del navarro Cayetano Garviso, también carlista como él, llegado al Uruguay por esos años y recibido de médico en la Facultad de Medicina de Buenos Aires.
Y con la matrícula de Cirujano y con tan solo dieciséis años Domingo Martínez Ordoñana se sumergió en uno de los mayores horrores de las guerras civiles sudamericanas que le dejaron secuelas psicológicas para el resto de su vida.
En el paraje India Muerta, el 25 de marzo de 1845, y horas después de haber vencido las tropas del general Manuel Oribe con la ayuda de la caballería entrerriana del caudillo Justo José de Urquiza, este último cebado por el triunfo, dio la terrible orden de degollar a los prisionero, un total de quinientos. Solo se salvaron de la muerte, y a criterio de Urquiza, “los negros y los europeos”, entre estos últimos, varios vascos de Iparralde enrolados en el batallón Chasseur Basques que respondía a Fructuoso Rivera. De esta manera y en su función de cirujano del Cuerpo de Sanidad del ejército de Oribe, Domingo vio anonadado como aquellos pobres infelices se desangraban sin misericordia al son de los acordes de la banda militar.
Después de este suceso, no tardó en alejarse definitivamente de todo acontecimiento bélico, buscando cierta tranquilidad en las labores del campo. Fue más o menos por entonces cuando conoció a una montevideana de origen canario de su misma edad, María Alejandrina Josefa Fernández de la Sierra y Pagola, con la que después de un breve noviazgo contrajo matrimonio. Al tiempo, y siempre con el apoyo del asturiano Porrua, llegó a poseer una regular fortuna y una estancia en las inmediaciones de la población La Agraciada, actual departamento de Soriano. Allí, Domingo Martínez Ordoñana, con dos décadas de vida en tierras orientales e impulsado por su interés en la historia de la región y también como una manera de agradecimiento a su patria adoptiva, tomó la decisión de erigir en terreno de su estancia y a orilla del río Uruguay, una pirámide en memoria al desembarco de aquellos treinta y tres héroes que al mando de Juan Antonio Lavalleja y Manuel Oribe en abril de 1825 dieron inicio a la expulsión del ejército invasor del Imperio del Brasil.
Iparraguirre en esos años se encontraba en la estancia de su primo Domingo, viviendo en un humilde rancho y dedicado a la cría de ovejas.
Para el acto inaugural se despachó con unos versos de su primo el bardo José María Iparraguirre Balerdi, autor del célebre Gernikako Arbola (El árbol de Guernica), melodía popular vasca convertida por las consecuencias de las guerras carlistas en una especie de himno de libertad para los vascos. Justamente, Iparraguirre en esos años se encontraba conchabado junto a su mujer la tolosana Ángela Querejeta Azpurua en la estancia de su primo Domingo, viviendo en un humilde rancho y dedicado a la cría de ovejas. Pero no por eso el bardo había perdido su arte sublime para la poesía. En castellano, lengua que rara vez empleaba para sus creaciones, compuso unos versos que decían así:
Treinta y tres valientes/salieron al campo/ con el grito santo/ “de Patria o morir”/ Y los bravos orientales/bravos y leales/ morir libres quisieron/ no esclavos morir/ Del grito glorioso dado en La Agraciada/ con ansia esperado del pueblo oriental/ Lavalleja y Oribe dieron voz sublime/ y en oriente aún vive su grito inmortal.
Pero la vida de Domingo no se quedó en el rescate de la historia uruguaya (años más tarde hizo levantar, también en su estancia, un pequeño monumento en honor a los primeros navegantes europeos que penetraron el estuario del Río de la Plata), sino que se dio tiempo para iniciar en su domicilio de Montevideo, a principios de 1871, juntos a otros hacendados, los primeros pasos para fundar la Asociación Rural Uruguaya. En un momento en que el país, lentamente, iba encaminado hacia el progreso dejando atrás los numerosos enfrentamientos civiles. También, en su afirmación vasquista, participó en la creación del Centro Vascongado, paso trascendental en la historia del asociacionismo vasco, tanto dentro como fuera de Euskal Herria en llevar en práctica el ideal de Zazpirak Bat.
Su estancia en La Agraciada no tardó en convertirse en una muestra de la puesta en práctica de diversas teorías sobre la explotación ganadera y agrícola, incorporando Martínez Ordoñana nuevas especies vegetales y refinando las razas de los animales. Y desde ese interés por las últimas novedades viajó hasta Francia para estar presente en la Exposición Universal de París en 1878, no sin antes pasar por Vitoria, su ciudad natal, donde publicó un libro sobre la cría de cabras, como también ir al encuentro del anciano Larrañaga Echeverría para pagarle aquella vieja deuda.
Como Domingo Martínez se daba maña con la escritura y con el apoyo de la Asociación Rural Uruguaya, logró hacerse un lugar entre las plumas de Uruguay, publicando numerosos artículos sobre diversos temas relacionados con el campo. Fue así que el emprendedor estanciero en convertirse en un frecuente colaborador en los diarios de Montevideo y en un referente destacadísimo en el desarrollo y la pujanza de la explotación agrícola del Uruguay. Pero la salud mental de Domingo con los años comenzó a agravarse hasta desembocar en una psicosis aguda producto de aquellas terribles vivencias que le había tocado padecer en su juventud. Es muy probable, que ese estado mental le acarreara algunas dolencias físicas, lo que le llevó a enfermarse gravemente. En la búsqueda de remedio para sus males viajó hasta Barcelona en 1897. Y fue allí, cuando su agitado celebro pidió descanso eterno. Con sesenta y ocho años de edad, Domingo Martínez Ordoñana se fue de este mundo, aunque por expresa indicación suya, sus restos retornaron a su patria oriental adoptiva. Aquella que soñó en el momento de dejar a sus padres y en la cubierta del barco, plena de paz y libre de toda violencia.
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